Si Alba pudiera verme diría: “Ángel, ¡estás borracho!” No, así no: “¡Otra vez tomado!” No, no, no; ella diría: “¡Fuera, qué haces en mi casa! ¡Largo, fuera de aquí inmediatamente o llamo a una patrulla!” Y sí la llama; verdad buena que sí. Y le importa un reverendo cacahuate si el pobre Angelito se va al bote. Y ya vas, pero… Si de ella fuera… No, si por ella fuera. Debo hablar correctamente porque la señora de esta casa es toda una maestra del lenguaje. Y ella no permite, no señor, ninguna falta. Yo estoy en su casa porque ella, la señora de la gran prosodia, anda… de andariega, por ahí. No quiero saber con quién ni cómo. Ella es…. Ella era mi mujer y yo su Angelito. Vino el Diablo y se la llevó. Ah, ¿te cai, te cai? Ah, ¿No te digo? Si serás pendejo; aquí, el único con cuernos eres tú merengues. Si para güey no se estudia… Me cai que yo sí estudié. Ella tendrá su maestría y será la profesora muy muy, pero yo soy un buen empleado universitario. No soy un cualquiera, no cualquier cualquier se para ante… ¿Por qué no te vas? Lárgate, Angelito, ya no le juegues al listo. Bonito papel de huelepedos andas haciendo. De hue-le-li-llo, ¿ya vas? Ah, ¡qué bonito huelelillo se encontró la señora Alba Merino! A la Merino no le gusta que entren a su casa mientras ella anda de novio o ¿novia?, ¿cómo se dirá? No, ella ya lo dijo y lo recalcó: ¡A volar, gaviota! Chupaste faros, Angelito. Hablando de faros, ¿ontán los cigarros? Lo que es mañana… ¡Uta, madre! ¿Y si viene aquél?… Pus, ¡qué venga, muy bien venido. Y si quiere irse no más se va! ¿No? Porque de que anda con un pendejo, anda. Pus sí; ni modo que qué. Es martes y, de la puerta para fuera, todos saben que los martes, mi ex señora se va por ahi por ahi. Hará exactamente y con precisión correcta: cuatro por cuatro… dieciséis martesotes que la Merino anda… fuera de casa. Lejos de la casa que antaño fuera del señor Ángel y su gentilísima esposa. De todos es sabido que ella es un dulce envuelto en miel con sus alumnos, sus jefes y hasta con el taxista… Con todos porque ella es a todísima eme. Tú di que sí. Aunque no la conozcas. Nadie la conoce más que yo. Ese que secree dueño de tu vida entera y al que has dado a entender que soy un aventurero, sé valiente y cuéntale quién fue tu primer amor… El primero. Ángel aprieta el vaso; se mira en el líquido: le parece estar viendo la boca de Alba, sonríe ante ella imaginando que le mostrará los dientes pequeños; detiene la mirada donde espera ver los colmillos. Súbitamente, la boca reclama: –Pero no el último. Fuiste, es verdad, el primero. Todos cometemos errores. Se acabó, Ángel. ¡No! ¡Deja! No vuelvas a tocarme. ¿Entendido? ¡Ya no soy la idiota que no te dejaba dormir! ¿Te acuerdas cuántas veces me rechazaste? Acuérdate cuando te dije: “Y si no es contigo, ¿entonces con quién?” O cuando fastidiada de tus desaires, te advertí que me buscaría un amante. “¡Cállate, me darías asco! ¡Repugnancia!”, dijiste. Ángel cierra los ojos en un intento por desvanecer la boca desafiante. Inclina la cabeza sobre los hombros, queriendo acallar la pregunta: –Y… ahora que lo tengo, dime: ¿Te causo asco? Anda, contesta, ¿dónde está tu repugnancia? Tú eres quien me da asco. Y lástima… Ángel se muerde los labios cuando recuerda su respuesta: –No. Por supuesto que no. Alba, desde que todo empezó, sólo atino a preguntarme: ¿Aun así me aceTermina la bebida de un trago. Siente náuseas. Se incorpora violentamente y tira el refresco; cuando intenta levantar la botella, el vómito le cubre la mano, la pierna y el pecho. Trata de inclinarse y de enfocar la mirada en la punta de su zapato de gamuza. Decide que éste se encharque en la basca. Queda un rato inclinado, con las manos sobre la mesa. Imagina que mañana, cuando salga, caminará de cara al sol. Sonríe. Bruscamente se deja caer en la silla. Los brazos le cuelgan. Observa su camisa negra, húmeda y pestilente; le parece estar mirando el pellejo putrefacto de una rata. Escupe para alejar la imagen. Se concentra en la tibia calidez de las seis de la mañana y en el resplandor de la piel cobriza de Alba. No, Alba, a él no podrás decirle –agrega con voz apenas audible– lo mismo que a mí cuando salíamos de donde salíamos. No, porque nadie te amará como yo lo hice. Nadie te besará con la reverencia con que se besa a una virgen. Ni con el coraje con que se desea a una gata adolescente de piel luminosa… Esos ojos; tus ojos, qué divinos ojos. Alba. Esos ojos que a besos cerré. No, cerrados no: abiertos, mirándome fijamente. Así como mirabas cuando mirarme querías, cuando hombre deseabas. Antes de irme déjame ver, una vez más, tus ojos de gata melosa… Mi gatita chípil... Cuando usted y yo éramos unos mozalbetes; usted, una muchacha de veinte años y yo un joven de veintitrés, es decir hará unos doce años a la fecha… No, no tiene caso. Se inclina a la mesa y acomoda la frente sobre los brazos cruzados y se repite que no tiene caso recordar el inicio de la relación. Pero la Alba adolescente crece en proporciones tales que ya no puede evadirla: la espesa cabellera de oro viejo cae sobre el libro que ella está leyendo. Está en una banca; el crepúsculo a sus espaldas, como perfeccionando la aureola que siempre la acompaña; la recuerda con la blusa lila, sin mangas; la que tenía un delgado encaje que dejaba adivinar la línea de los senos. Ángel siente, como en aquella tarde, el deseo de besarla. De levantarle suavemente la barbilla y tocar sus labios siempre entreabiertos. Y en ese momento renace la urgencia de tenerla enfrente y decirle, como antes, cualquier cosa para que ella levante la mirada. Para tener la certeza de que lo está mirando. Un santo día decidiste que viviéramos juntos. No hubo casorio y nos acompañó el grito del beaterío. Y por las cuatro esquinas hablaban de los dos. El iluso de mí se creyó caballero raptado por su dama. Y te fuiste por la vida dando caballazos a cualquiera que osara gobernar nuestro castillo. Tarde me di cuenta que fui un simple escudero que se quedó en espera de la ínsula prometida, de un lugar en que pudiera manejar mis propias armas y en donde fuera dueño de mí mismo. Pero qué le vamos a hacer: toda mujer bonita será traidora. ¿Tuve la culpa? Los dos le jugamos al vivo… Si me llaman el loco, la verdad sí estoy loco. Salú, mi reina… ¡Eso, así me gusta, que diga salú con su Ángel! “Es hora del Ángelus”. ¿Se acuerda, mi bonita, que así me decía? La hora del Ángelus era la hora de hacer meme con su rorro; meme y una que otra cosita. Ángelus… Vieja más ocurrente ni más chiflada que tú no conozco, verdá buena. Nuevamente el Ángelus y doña Alba se la amanecieron. No, ella no durmió en su casa. Eso ya lo dije, eso todo mundo, de la puerta pa allá, lo sabe. Aquí nomás está el Ángel que vino a dar lata a la casa de la señora Merino. Observa la mesita en donde hay varias fotografías de Alba. Sonríe con la imagen de la niña de seis años disfrazada de ángel; en varias ocasiones ella le dijo que en esa foto, como en ninguna otra, habían captado su futuro: “Ya presentía a mi pareja, a mi angelito”. Ángel sonríe tristemente; enciende un cigarro y se talla los ojos. Se dirige a la consola y coloca varios discos en el poste del cambiador automático. Toma un radioportátil y lo enciende. “Ángel, por favor, me vas a volver loca: o ves la tele, o escuchas la radio, o la consola; pero no todo a la vez”, le reclamaba Alba. “Es que lo quiero todo, ya lo sabes; todo, aquí y ahorita”. Coloca una silla frente a la mesita, apoya los codos en el respaldo y continúa: Condenada vieja, ya me quitaste; ni un retrato ni para remedio. No existo. Y qué, al fin que ni quería… Creíbas que no había de hallar amor como el que perdí. Tan a pelo lo jallé que ni me acuerdo de ti. ¿Cómo chingaos no? Si te trái arrastrando la jerga… Que buena falta hace para limpiar todo este mugrero. Eh, ¡mira la cara de doña Merino! Ah, tiene cara de mujer. Pus ¿de qué más, zonzo? No, no, cara de mujer encabronada, como si de repente viera a su ex bien pedote. Ah, ¡qué coraje! Ey, mira cómo levanta la ceja; la ceja derecha. Ni María Felix, me cai. Eso sí: las dos tienen el mismito genio. Geniuda que es. Pero con dos o tres cachetadas guajoloteras que le hubiera dado y chin, chin: regresa al redil. A todas las mujeres hay que darles su calentadita de vez en cuando o luego dicen… ¿Quién dice? ¿No te digo? Alueguito te imaginas a la Merino como si fuese una zotaca cualquiera. Ceremonioso apaga el cigarro, con cuidado deja el vaso sobre la silla y, contoneándose, se dirige al librero. Toma un volumen e intenta leer cualquier página: entrecierra los ojos, acerca y aleja el libro. Lo tira. Toma otro, lo huele y lo avienta al techo. Mira con detenimiento el estante donde están los diccionarios. Tratando de conservar el equilibrio, se moja la punta de los dedos y se peina. Se inclina con las piernas apretadas, como si trajese una falda recta y, con gesto que quiere ser coqueto, toma el Diccionario de la Lengua Española. Aclara la voz varias veces y con tono femenino dice: La lección de hoy será sobre los perros. A ver, ¿quién me puede dar una definición de perro? Alguien más me dirá sus enfermedades, otro más me hablará de sus parásitos y, principalmente, de sus afectos y carencias. ¿En-ten-dido? Ay, está pesadito el libro. ¿Ya pensaron? Ajá, te escucho. (Sí, así diría ella: “Ajá, te escucho”.) ¡No, no por Dios! ¿De qué perros me están hablando? ¡Ay, no! Están del todo mal. A ver, saquen su cuaderno de definiciones y apunten: El Ángelus es un perro sin pedigrí. Pertenece a la clase más corriente de los caníferos. Posee todas las características propias del perro común: espera intranquilo la llegada de su ama; ladra, si ella se lo permite. Brinca de gusto si ella le echa un hueso. Es feliz cuando se revuelca; y más si es con ella y sólo por ella. Para el rabo nomás de oler a su dueña. Ahoga los aullidos más lastimeros porque teme despertarla. Pero sobre todo –subrayen lo siguiente– el Ángelus es fiel y necio e idiota como todo perro. Aunque le den de chanclazos, aunque lo corran. Aunque le digan ya no te quiero. Y si le hablan golpeado nomás baja las orejitas y se desaparece por un rato pero no se va. Y no se va porque, como cualquier animal, donde recibió comida y cariño… ¡Y perro que traga mierda, aunque le quemen el hocico!… Ah, otra característica común a todos los de su raza: de mañana, tarde y noche husmea de arriba abajo las calles cercanas a su domicilio, esperando encontrar algún posible rival que pueda arrebatarle… Ángel rasga la hoja que supuestamente estaba leyendo y se suena la nariz. Con el antebrazo se talla los ojos. Escupe. Busca un pañuelo entre sus ropas. Se limpia la frente con la punta de la manga. El Ángelus se lame; no lo olviden, jóvenes; se lame como ustedes pueden verlo… Pero ya estaba escrito que perro y gata no congenian. ¿Cómo van a llevarse a todas margaritas una señora gata como doña Alba y un Ángelus? Un cánido corrientón, con un empleo pinchurriento que, además, ella le consiguió. Después de andar, como todo Ángelus, de pata de perro: de vendedor de piso, de correveidile de allá pacá hasta que la señora, su ama, se compadeció… Y de simple acomodador de libros pasé a jefe de adquisiciones de la biblioteca. Y yo, que no conocía ni la o por lo redondo me volví el fregón de fregones. Cursos, cursillos y cursotes me los aventé para que la doña estuviera orgullosa de su señor esposo. Y mire, señora, maestra en letras, así corrientito y todo pero leo francés, inglés y hasta italiano. No tan bien como lo hace usted, porque como usted, nadie. Nadie como ella en nada de nada. Todavía no sé cómo fue que vino a fijarse en un Ángelus callejero. A propósito, jovencitos, nadie me habló de las enfermedades, pulgas y parasitosis. Lo dejamos para la próxima clase. Vayan a la biblioteca y revisen el fichero; puede estar bajo Ángelus común o… En fin, pregunten al empleado Ángel. Díganle que van de parte de la maestra Merino. Estoy segura de que les dará todos los datos; la información que les dé, téngalo por seguro, será de primera mano. Toma el vaso y se deja caer en el sillón, por un rato se queda callado, mirando al techo. Tal como en otras ocasiones, cuando durante horas se quedo inmóvil en el sillón sin tocar absolutamente nada. Sólo una vez se había atrevido a abrir el clóset y tocar la ropa de Alba. En especial se detuvo en los vestidos que no le conocía. Y olió sus prendas íntimas. Ángel no olvida su furia contenida cuando constató que todas ellas eran nuevas y finas; todas las que ella usó cuando vivían juntos ya no estaban. Aún le entristece reconocer que la lencería que antes usaba era ordinaria y menos coqueta. Se empina el vaso; deja abierta la boca para que le caigan las últimas gotas: El vicio, el vicio, el vicio de quererla me domina. Ésa no; nada de vicios. Palabra repugnante para los castos oídos de mi ex. E-lla-es-mi-ex-mujer. Pero sigue, es y seguirá siendo mi amada. Y a ver, ¿quién me lo va a impedir? ¿El güey ese? A ver, órale. Será muy sácale punta pero a mí nadie me va a impedir… Entonces, ¿en qué íbamos, amada? Así que el señor –mira que le digo señor, le llamo don señor pero por dentro le digo pendejo; pendejísimo–. Así que el doctor eméritus, la mano derecha del rector, es el macizo. No, pues ése sí que tiene pedigrí. Ése sí tiene apellido ilustre… Con él, me imagino, habrás soñado con hijos y cosas que dicen las mujeres engalanadas de varón renombrado y de alcurnia como el Barón Jockey Club. Sí, ¿no? Creo que él será de club y todo un caballero de carrera; de títulos, quiero decir. Y ha de tener medallas por sus logros y debe ser hijo emérito de la noble y arcaica Universidad… Ya que pude apartarte de mi memoria, huye cual ave negra del desengaño porque él tiene la experiencia de muchos años de estudio y es una eminencia. Él hablará de tecnología, literatura y de historia, así como de las arañas pintas y de las cucarachas empanizadas. ¡Y a mí me vienen valiendo madres sus conversaciones! Y si le pediste hijos y casa y nombre, a mí ya no me interesa. Es más, los felicito. Y de nuevo dichoso porque te fuiste. Y qué bueno que me hayas cambiado por un don fregón, gata desgraciada. Gata en primavera. Qué bueno. así nadie dudará que la gata que gocé es platillo de célebres catedráticos. ¿En qué idioma le rogaste lo que a mí me pedías? Dijiste, acaso, que para hacer el amor no hay idioma. Que basta el silencio porque para el amor… ¡Qué vas a saber de amores, si nunca…! Oh, ¡sí, claro, lo olvidaba! Por supuesto que sabes; si ya besaste a un perro. Mis respetos, como siempre, ¡mis respetos! Salucita. Ángel echa el cuerpo hacia delante, las manos en las sienes; escupe varias veces. Mueve la cabeza, negando, mientras dice: Ay, Alba, te compadezco, debe ser duro vivir con un títere, con el monigote en que me convertí en los últimos meses. ¿Te acuerdas, después de la primera noche que faltaste a casa? Cuando te acompañé a escoger un vestido. No me alcanzará la vida para olvidar esa tarde. Ahí fue cuando descubrí todo lo que había dejado de ser, cuando supe que de hombría no me quedaba nada; tú lo habrás notado, qué vergüenza, de veras. Recorrías el almacén y ya tomabas una prenda y ya otra. Y yo, detrás, pegado a ti, dispuesto a realzar la gracia de tu cuerpo. Si seleccionabas un vestido morado, decía que eras como un templo en cuaresma: imponente, respetable, y que a tu paso provocarías un silencio majestuoso. Y si te probabas una blusa multicolor, resaltaba tu parecido con el arco iris… Pendejada y media por el estilo seguí diciendo. Llegó el momento en que ya no pediste mi opinión. Y yo quise echarme a tus pies para ser, más que nunca, tu perrito faldero. Extiende los brazos en el respaldo del sillón y suspira al evocar los días en que Alba sólo le hablaba para disculparse por los retardos o las ausencias: –Ay, no me digas que tú tampoco dormiste –me decías al entrar, dejando sobre la mesa las flores y echándome los brazos al cuello–. Tontito, no vuelvas a hacerlo. Se me hizo tarde; ya sabes cómo son los de la Facultad, no me dejaban venir. No quise llamar para no despertarte. Perdóname, no volveré a hacerlo. Ya me agarraron las carreras, tengo clase a las ocho. Pero por mucha que fuera tu prisa, ponías las flores en agua mientras cantabas. Del pobre idiota que se pasó la noche imaginándote muerta en cualquier baldío, ni en cuenta. Me sentaba al borde de la cama, fume y fume para darme valor y reclamarte lo que tantas veces me había estado repitiendo en tu ausencia. Pero sólo abría la bocota para preguntarte cómo la habías pasado y por las ocurrencias de tus compañeros: dándote la oportunidad de redondear tu mentira. Y tú ibas de allá para acá, buscando qué ropa ponerte, comiendo de prisa: “Ay, no seas malito, plánchame esta blusa, es la única que se ve bien con la falda que quiero ponerme”. Y desde entonces te negaste a mirarme o a preguntarme qué pensaba. Una santa mañana, en cuanto me viste sentado, fumando y marcando el teléfono, el volcán que hasta entonces venía dándome señales explotó: –¡Ay, Ángel, te he dicho mil veces que no me esperes! Ya estoy bastante grandecita para que me anden cuidando; no necesito pilmamas. Y por favor –hablabas fastidiada como si ya me lo hubieras dicha hasta el cansancio, como si le hablaras a un hijo desobediente–, no vuelvas a llamar a la casa de mis amigos preguntando por mí. Te suplico que no vuelvas a molestar a ninguna de mis amistades. ¿Qué pretendes? ¿Que todo México se entere de que no vengo a dormir? Creo que ya es hora de que vayas buscando dónde irte. Disculpa que te lo diga así, pero te creí más inteligente… Mira, no vamos a discutir, ahorita mismo coges tu ropita y te me vas. Y nada de escenitas, por favor. Entiende que quiero llegar a mi casa sin tener que dar explicaciones a nadie. Ni a mis padres, fíjate, ni a mis padres les doy cuentas de mis actos. Ah, tampoco quiero pelear nada: toma de esta casa lo que creas tuyo y llévatelo. Hoy en la noche no quiero encontrar nada. Adiós. Y no olvides dejarme las llaves. Ya parece que iba a irme así nomás. Ahí me quedé esa noche y todas las que se pudo. Cuando viste que no había movido nada me miraste de arriba abajo, diste la media vuelta y dijiste: “Como quieras, tú mismo comprenderás que esto se acabo”. A partir de esa noche te acostaste más a la orilla, casi te caías; si de casualidad llegaban a tocarse nuestros cuerpos aun en pleno sueño, te retirabas como si yo tuviera lepra. No había necesidad; me conformaba con oír tu respiración, ver tu silueta y, a veces, con ayuda de un cerillo encendido, mirar tu rostro. Odio quiero más que indiferencia, porque el rencor duele menos que el olvido. Ángel se levanta e intenta dirigirse al baño. Cuando pasa por la recámara decide entrar. Se inclina a tocar la colcha; pierde el paso y cae sobre la cama. Hunde la nariz en el vestido de satín rosa, lo estruja primero y luego lo acaricia como si fuera un cuerpo. La prenda huele a hierba machacada, a hojas recién pisadas; lo hace a un lado y muerde la punta de un cojín para ahogar el lamento. Se incorpora y violentamente destiende la cama, avienta los almohadones. Levanta el colchón, lo coloca en la pared y le da de puñetazos. Sudoroso, empieza a orinar sobre todo aquello. Escupe. Se limpia los bigotes con las cintas del vestido de satín. Regresa a la sala y, mientras se sirve, murmura: A hierba húmeda y triturada olías cuando empezaron tus miradas huidizas, cuando empezó, cada noche antes de acostarte, el “Adagio” de Albinoni y las flores y las ausencias de los martes. Y al llegar venías oliendo a eso que huele la cama y el vestido. Yo sé a qué hueles, a qué huele cada cosa tuya. A qué olíamos cuando los dos éramos una mezcla de nosotros. O ¿creías que nunca me iba a dar cuenta? Y aun así, aun así, amé, respiré a través de… Él debe oler así. Huele así y también llegué a amar ese aroma, ese olor penetrante. Cuando ya no pude tocarte y tenía que conformarme con… las sobras, con lo que deja la gata al ratón. Dejé de ser tu Ángelus, tu perro guardián para convertirme en un mugre animalito que se asoma al anochecer o cuando tiene hambre y camina tembeleque. Y tenías toda la chingada razón. Siempre tienes todita la razón: debí salirme cuando me dijiste: “Y te me vas orita”. Nomás me quedé para acabar llevándome mis garritas y la tele que, según yo, era lo único mío. Tú pusiste la casa, ahora sí que tú, como siempre, pusiste los huevos y me estrellaste los míos. No, era justo, gallinita ponedora. –Hoy es martes –afirmé torpemente; sonreíste. –Ajá. –¿Vas a salir? –A menos que dispongas otra cosa… Enciende la lámpara que está sobre la cómoda; observa una fotografía que no había visto antes, la toma: Alba luce sonriente, con una copa; su mejilla acaricia el rostro del rival. Ella trae el vestido negro –el que compró aquella tarde en el almacén–: de bajo escote y con un enorme moño sobre el hombro izquierdo. Ángel estrella el cuadro en el suelo; patea los vidrios y después los pisa. Empieza a tirar cuanto cuadro hay en las paredes. Bebe de la botella de ron blanco mientras se dirige al espejo del tocador. Frente a su imagen y con voz opaca continúa: Desde entonces tu nombre me sabe a hierba. Desde entonces traigo ese saborcito entre los dientes. Ay, Alba, ¿así tenía que ser todo, así teníamos que acabar? Ya es tarde… Conocí a una linda morenita y larilalaralá y por las tardes que te esperé y esperé y nada, palomita; eras ida. Total, después de todo, hago siempre lo que quiero y nunca fui la ley. Ahí estuvo la chingadera: jamás te marqué el alto. Haz tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Bendita eres entre todas las mujeres. Dios te salve… Estamos a mano mordida y rasguñada: ¡Ga-ta-pe-ca-do-ra-te-nías-que-ser! Revisa atentamente sus manos. Observa ante el espejo su mirada: todo lo ve difuso o doble, y esto le causa hilaridad: Siempre que me emborracho, palabra que algo me pasa. ¡Verdad buena que sí! Ángel se sienta frente al tocador; toma el cepillo y cree ver la cabellera de oro viejo. –Te ves divina. No eres de este mundo, Alba. ¿Lo sabías? –Qué cosas dices, no digas tonterías. Creí que había quedado claro que ésta ya no era tu casa y que no puedes, no debes volver a entrar… Ahora, si me permites, voy a vestirme. –Quiero hablar contigo. –No tenemos nada de qué hablar. Otro día, se me hace tarde. Es martes… –Lo sé. No vayas, qué te cuesta, quédate. Si algo sobra en esta vida son los martes. Quédate conmigo, nada más esta noche. Nadie lo sabrá. La última; ya ves, nunca te pedí nada. La última vez; sólo esta noche. Te lo suplico, no volveré a molestarte, te lo juro. Si quieres hasta me cambio de trabajo. Me borro. Ya no puedo, de verdad. –Suelta, qué haces. ¡No, no, suéltame; estás loco! ¡Si no te sales ahora mismo, llamo a una patrulla! –Ángel vuelve la vista hacia el closet y la mira sacar unas medias color palo de rosa. Ya ves, sólo quería tocarte. No hay necesidad de gritar. Nadie lo tomará a mal. No te quedes desnuda, ¿te paso el vestido de satín? ¿Tus zapatos, dónde están? No toques el suelo. Bueno, en realidad jamás lo tocas. Eres, ya te lo dije, la etérea Alba. La angélica Alba Albinoni, ¿quieres escucharlo? Apago mis cancioncitas y, si quieres, te pongo tu caset. No tiembles, con un farolazo se te baja el frío; ¿qué le sirvo a la reinita? Total, échele una llamadita al colega y dígale que un desperfecto la entretuvo, ¿un imprevisto?, dices. Sí, eso es. Tápese, mi gatita. No, mejor vístase. ¡Qué vestido le pondremos, matarilerilerón! Ya no es hora de rosas satinados. Entonces vamos a quitarle las medias: eso, que no se enreden; no se les vaya a ir el hilo. ¿Y si te quito ese medio fondo y el corpiño de media copa, y te pones algo más apropiado para que pueda verte presentable el Ángel Mayor? Súbitamente Ángel se calla. Camina por toda la casa levanta la nariz como lo haría un perro olisqueando algo que le inquietara. Es como si nada existiera, sólo esa peste. Ángel se detiene en medio del departamento. Escucha atentamente. Oye que algo cae rítmica, sordamente. Mira en la punta del zapato una gota café pardusca. Va al baño y revisa la regadera, aprieta las llaves. En la cocina revisa los grifos. Sigue escuchando la gotera. Se toca las muñecas y se muerde los nudillos. Resuelto, se dirige al clóset; corre despacio la puerta y cae de rodillas sobre el charco viscoso. Te lo dije, Alba, lo quería todo –le quita el pañuelo de la boca y con él le limpia la sangre de las fosas nasales; le baja los párpados y empieza a llorar–. Absolutamente todo, menos ese maldito olor a hierba ensangrentada. No, no digas nada. Quédate tranquila. Escucha, ¿no oyes la pestilencia? Es muy grande pero no te preocupes, aquí estoy para lamer nuestras heridas. Deja que me eche a tu lado. Así, por lo que resta de la eternidad.
Muchas coincidencias, solo espero que la escena que desencadenó todos los pensamientos y actos del perro angelus nunca suceda.
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