IV El niño jugaba tranquilamente en el cuarto que su madre con tanto amor había decorado. Le gustaba; sentía que era una continuación del cielo que se podía vislumbrar a través de los cristales que parecían espejos, mas eran unas simples ventanas. Al principio le daba miedo, pues a pesar de que a los 5 años de edad se tienen nociones mínimas de las cosas, le generaba gran temor el cuasi instante de infinito que parecía su alcoba. Con el tiempo habría de añorar ese pedacito de azul inmenso entre la bruma de los años que comen personas.
Los viernes le gustaban, porque podía jugar sin preocuparse por las tareas y el embrollo de la escuela. Paradójicamente, no se sentía cansado en absoluto y parecía tener más vida que la flama crepitante del centro. Por las ventanas, pudo ver que el cielo se encontraba despejado, sin borrones de nubes. Su padre le había comprado un avión a escala; de esos que coleccionan los viejos ricos y absortos.
El rumbo hacia el techo se coronaba por unas escaleras de madera desgastada que crujían al caminar. Subió dando brincos y a la vez sus cabellos se balanceaban de un lado a otro. En la cumbre de los escalones, creyó ver algo moverse, por lo que, sigiloso, observó a su alrededor buscando aquello que creyó vislumbrar.
Esa fue la primera vez y la primera persona que se encontró con el fantasma ancestral de los escombros.
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