IX El frío que heló sus sábanas la obligó a cambiar de posición en busca de calor. Parecía un feto enrollado en sí mismo; no tenía el calor de un vientre, ni un cordón umbilical que la mantuviera atada a algo. Lo que sea. No obstante, estaba rodeada de agua.
Odiaba especialmente esos días -que por alguna extraña razón muchos amaban- en los que el cielo encapotado se caía en forma de agua. Un día amaneció sintiendo que algo más flotaba a la deriva, a parte de sí misma y descubrió cuánta era la cantidad de agua necesaria para arruinar años de historia almacenada en libros, objetos y fotos. Cuando los vio hundirse sintió que todo a su alrededor se había convertido en cartón mojado. Como la metáfora gastada de que al estar enfermo todo te sabe a cartón. Pues sí, ella había comprobado, de la peor manera, que eso era cierto;y no solamente aplicaba a la comida.
No le alcanzaba mucho el tiempo, tenía tanto que hacer, que estudiar, que hacer, que procurar, y todos los posibles "ques" de una estudiante que a la vez trabajaba.
Aquella mañana, en que su desprecio por la lluvia se incrementó, se levantó con pocos ánimos y su cara tenía tatuado un gesto entre el sueño y el enojo. Incluso sus cejas estaban despeinadas en una forma imposible. Su cabello era una historia independiente en todos los sentidos.
Se levantó tarde y tuvo que hacerlo todo deprisa. Mas parecía que sólo podía lograr intentos fallidos, puesto que no llegó a su trabajo y se confortó con una taza de café extremadamente dulce y exacto. Por las prisas olvidó tomar con qué protegerse de la lluvia, que era visitante frecuente en su localidad. Por razones que probablemente todos los hombres desconocen (a menos de que se dediquen a DAR el tiempo) comenzó a llover tan fuerte, que en menos de una hora, cada calle parecía tener al centro un pequeño riachuelo que desembocaba en una de las tantas coladeras obstruidas con basura.
Se sentía pesimista, por lo que se obligó a recordar días peores y funestos; como los sábados con las calles atestadas de personas, de novios, en simulacros, y el aire atestado de diferentes aromas, donde extrañamente podía distinguir su propio perfume.
Ya por la tarde, cuando la lluvia parecía haber amainado, decidió volver a casa. Ya no le importaba mojar sus costosos zapatos; ya estaban lo suficientemente arruinados como para preocuparse por ellos. Se imaginó su cama, su hogar caliente y un escalofrío la recorrió. Apresuró el paso.
No obstante, al llegar a su edificio -sí, ese del que tanto hablaban; a ella no le causaba gran sorpresa, pues vivía en uno de los departamentos más baratos, y que se encontraban al fondo, no tenía siquiera ventanas, pero eso no le molestaba- se encontró con una calor muy distinto al que imaginó mientras caminaba. Ahora, sentía el calor que precede a la frustración. Cuando entró a su pequeña casa, se sintió como dentro de un charco. No faltaba nada, incluso había hojas flotantes, como las del lirio.
Si los zapatos que traía puestos lucían arruinados, el resto de los que tenía no lucían mejor. Todos parecían barcos. No quiso revisar los aparatos electrónicos; la vista ya había sido demasiado aterradora.
Avanzó a lo largo del cuarto, creando pequeñas olas. El agua estaba helada. Llegó hasta su cama, que ahora fungía más como tabla flotante. Al menos ésta se encontraba seca. Se recostó y prefirió cerrar los ojos a seguir observando la pequeña laguna en que se transformó su hogar.
Después de la tempestad, despertó y el nivel del agua había disminuido; eso sólo acrecentó el dramatismo, porque podía ver a la perfección el daño en sus muebles y todos sus libros arrugados, probablemente con todas las páginas pegadas y las historias, ahora inciertas.
Con el mismo atuendo del día anterior, se dirigió al pequeño mercadillo que había cerca del edificio. Necesitaba conseguir algo seco para sus pies; sentía que sus zapatos habrían de quebrarse de un momento a otro como zapatillas de cristal, pero de esas que no soportan ni el agua.
La pequeña zapatería no mostraba un panorama alentador, los objetos eran de mal gusto, pero al menos lo bastante baratos como para permitirse comprar algo. Pidió a la dependienta un tipo de calzado que no se dañara con la lluvia: fue lo peor que pudo haber hecho, eso se dijo a si misma cuando miró con desagrado los dos pares de botas que le ofrecía. Color naranja y color verde. Pero no eran como cualquier color, asemejaban el tono de los marcatextos que utilizaba para resaltar las partes importantes de un libro.
Optó por las naranjas, podría haber sido peor.
Mientras caminaba de nuevo hacia su edificio, esquivando todos los charcos, sintió que alguien la veía. Probablemente a esa persona le fue desagradable la cara que ella lucía ese día, pero ¡vamos! no es como si fuera a andar por la vida saltando y aplaudiendo cuando las botas que usaba eran lo único que le quedaba sin apariencia acartonada. Ignoró la mirada, hasta llegar a su destino.
Con la curiosidad de un gato, observó de modo furtivo hacia afuera, buscando a quien quiera que la haya seguido con los ojos. Mas no encontró nada; nada más que un par de hojas en la banqueta. Por un instante, esos trazos le recordaron una sonrisa antaña y sus ojos destilaron añoranza.
Colocó los bocetos bajo el brazo e ingresó de nuevo a su alberca personal.
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