XVII El movimiento de su cuerpo hacía que la cama se agitara por completo. Eran espamos de su llanto, los que provocaban que estuviera encogida en posición fetal. Parecía que algo la estaba golpeando por dentro en todas las direcciones y la única forma de mantenerse completa, era colocarse en tal posición tan vulnerable.
No le gustaba llorar de ese modo, pues así se recordaba cuando de pequeña hacia berrinches por cualquier cosa. Sin embargo, y aunque cerrara los labios con tanta fuerza, hasta enterrarse los dientes en ellos, pequeños gemidos e hipidos se escapan. Su nariz estaba completamente obstruida, y las lágrimas le estaban llenando incluso las orejas. Necesitaba abrir la boca para conseguir algo de aire, o terminaría ahogándose por algo más que la simple decepción y tristeza.
Ese tipo de situaciones siempre la llevaban a suponer mil y un cosas sobre el pasado. No sólo se sentía burlada, sino también usada. Y a pesar de todo, no podía evitar culparse. Error. Estaba hundiéndose a sí misma dentro de un hoyo más profundo que el del abandono y la duda. La responsabilidad sobre en hecho casi inevitable la estaba dejando seca, y en el fondo.
La tarea que le habían presentado las vicisitudes era más complicada que cualquier otra cosa que hubiera realizado antes, no se comparaba, siquiera, con lo que sintió cuando le dijeron que uno de sus más queridos tíos había muerto. Esos días podía ser egoísta. No era no y punto. Su familiar estaba enfermo, nadie sabía con certeza que le pasaba, no obstante, ella estaba demasiado ocupada en otras cuestiones como para preocuparse por eso. Escuchaba a su madre llorar en el teléfono constantemente, la veía apagarse con la velocidad de una vela de cumpleaños. Mas nada cambiaba sus prioridades: dejar de ser un fantasma y hacer conocer su nombre por todos. A los 13 años tenía más hambre del mundo que ahora.
El día, era domingo -lo recuerda por el bullicio de televisores en las calles con el partido de fútbol- que decidió dedicar un momento para su tío, se encontró con una casa vacía y el anuncio de que su enfermedad había empeorado al grado de tenerlo que llevar al hospital. Se llenó de culpa, no lloró, miro hacia la ventana del cuarto que le pertenecía a él y escucho una canción a lo lejos que la acompañaría para toda su vida. Siempre que se sentía egoísta la recordaba.
Con su edad, y las distancias, se volvió complicado visitar a su tío en el hospital. Hasta donde sabía, por lo que le decía su padre, no dejaban a los niños entrar. Ella no se consideraba traviesa, no era como sus vecinos que en lugar de hacer los deberes se la pasaban todo el día en la calle jugando. Ella no ERA así, merecía que la dejaran verlo; para pedir perdón, para escucharlo decir por última vez: eres una muñequita. El deseo no se cumplió y cuando le llamaron a su madre, a las 6:15am un jueves, mientras ella desayunaba antes de irse a la secundaria, se dio cuenta de que nunca podría volver a corregir ese error: haber sido infinitamente egoísta, la hizo perder una parte de sí misma, decepcionarse de sí misma, exigirse más a sí misma. Sólo ella sabe en realidad cuantas veces se reprochó internamente por lo pasado. Él(su tío)murió y ella lloró un año después.
Esa culpa que la annegó tan pequeña, la cambió drásticamente. Ya no podía ser egoísta. Pero todo tenía su precio; ahora se sentía pisoteada, y nadie sabía su nombre. Un fantasma al menos tenía certeza de su existencia; ella, no.
Los ojos ya estaban deshechos entre las sábanas y se mantenían fijos en el librero de su cuarto. Entre los libros de la parte superior lo estaba todo, y ahora los contemplaba recelosa, como si de un momento a otro todo fuera a escaparse por la ventana. Y es que esa era la tarea de ahora, vaciar todos los espacios de memorias. Porque todo estaba lleno de él (un muro).
El sonido de agua agitada detuvo sus cavilaciones, se preguntó cuanto tiempo estuvo ese ruido sin que ella se percatara. Buscó la fuente y hallarla le provocó levantarse de golpe, hasta casi caerse: Audrey estaba fuera del agua, moviendo las aletas agitadamente. Ese movimiento tan inestable le recordó a su condición minutos atrás sobre la cama. La tomó con cuidado entre sus manos y la dejo caer dentro de su pecera. El pez tardó unos minutos en recuperarse, nadaba de lado a lado, asegurando la estabilidad del espacio.
Ella era un pez fuera del agua, pero la pecera estaba tan lejana que la esperanza de recobrar su estado cotidiano, se le antojaba imposible. Contuvo el aire por segundos, lo mantuvo dentro de su cuerpo y se acercó al librero. Lo jaló de uno de los extremos y todo se vino abajo. No le servía de nada vivir de recuerdos, mucho menos de migajas.
SEIS
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