viernes, 7 de octubre de 2011

Once

XII Buscar y encontrar cosas siempre representó una hazaña emocionante y llena de sensaciones. Desde el anhelo de hallar lo deseado, la desesperación cuando estás cerca, la euforía cuando lo tienes entre tus manos y las fantasías se realizan por instantes, la fascinación momentánea, donde sólo existe el objeto tan codiciado; zozobra, zozobra, zozobra.  El afán perdió todo el sentido en un parpadeo, incluso juró que escuchó algo rompiéndose. Quizá lo deseo con tanta fuerza que se volvió indigna de él.
Cuando tenía 9 años, vio una de esas populares películas de terror que se volvieron legendarias, por la serie de acontecimientos que acompañaron su producción y representación. Su madre plachaba la ropa; por lo general lo hacia en el cuarto de ella, cosa que le gustaba; podía platicarle todo lo que había hecho en la escuela. Eran aproximadamente las 10 de la noche, hora poco adecuada para una estudiante de primaria que tenía clases al día siguiente. Dos horas antes había cenado leche con pan.Peculiar. Se disponía a dormir, mas no lo hizo. Mamá le dijo que no viera la película, porque en la noche tendría pesadillas y terminaría despertándolos, por miedo. No había vuelto a sentir miedo como el de su niñez, ni las arcadas que brotaban desde la boca del estómago como hoy. En fin, fijó sus ojos en la televisión y miró la película hasta que en algun momento cayó dormida. Por alguna extraña razón, se burló internamente de la advertencia de su madre, pues fue valiente: vio la película, y ahora estaba dormida. Eso pensaba la niña obnubilada en algún sueño. Mas en cuanto dejó de sentir la presencia de su madre en el cuarto, se apagaron las luces y los sonidos, las cosas fueron distintas.
Sus ojos tardaron en adaptarse a la oscuridad; miró hacia todas partes con ansía. Se aseguraba de que no hubiera nada que le hiciera daño. A su derecha, su hermano dormía plácidamente. Lo envidió tanto.
Sus pies tocaron el piso helado; no había ningun problema con encontrar la PUERTA DE SALIDA, tantos años viviendo en esa casa, le crearon una memoria espacial. Fuera de su cuarto, había más luz; el domo en lo alto del techo sobre el cubo de las escaleras fue su salvación en ese momento. Las escaleras que conducían al cuarto de sus padres eran de metal, por lo que hacían mucho ruido. Intentó ser lo más silenciosa posible hasta que llegó al pie de la cama de sus papás. También a ellos los observó, mientras planeaba el mejor modo de despertarlos sin hacerlos enfadar.
-Sí, mamá, una vez más tenías razón.
¿Mamá o papá?´la primera era más fácil de levantar, y más comprensiva en esos asuntos. El segundo, trabajaba al día siguiente, mejor dejarlo descansar. Caminó hacia el lado de la cama, donde el cuerpo de su madre yacía. Se imaginó calientita debajo de los cobertores y de alguna parte sacó valor para sacudir el hombro de su mamá y decirle que no podía DORMIR.
Esta acción se repitió por tres meses. La niña empezó a lucir tan desgastada como un libro viejo. Manoseado, leído en exceso, roto, rayado; deshaciéndose lentamente. No podía hacer sus tareas de la escuela, pues cuando intentaba memorizar los carácteres sexuales primarios y secundarios en el hombre y la mujer, sólo recordaba que se acercaba la noche y que no habría de dormir; amenos, claro, de que sus padres la dejaran dormir con ellos, cosa que dudaba; tres meses eran demasiados.
Consideraron llevarla con médicos, pero nunca lo hicieron. La falta de tiempo lo impidió.
Cierta noche, su hermano unió las camas en que ambos dormían y la convenció para que, por primera vez en tres meses, durmiera alejada de sus papás, segura en su cama, como si fuese una pequeña burbuja.
Su hermano era menor, y él solía despertarlo en casos similares; no obstante, nunca le había durado tanto a alguien el temor generado por algo que, hoy, podría parecer infantil. Se abrazó como naúfrago a un madero, de su almohada y pegó su cuerpo lo más que pudo a donde dormía él. Quedó justo en el lugar donde las camas se unían. Le lastimaba la espalda, mas su miedo la superaba. Tardó cerca de 6 horas en conciliar el sueño. Sudó frío, dio cientos de vueltas en el colchón e incluso contó ovejas (cosa que nunca le había funcionado realmente) pero logró dormirse. La mañana siguiente se sentía como una persona distinta, cumplió su cometido con ayuda de su hermanito. Ya podría hacer la tarea, ver de nuevo la tele por la noche sin perturbarse. NO volvería a sucederle de nuevo. Eso se prometió a sí misma, con toda la vehemencia de un niño de 9 años.
Más de 15 años después, cuando creyó que no volvería a sentirlo, un temor como el de esos días colmó su cuerpo, desde adentro; la médula de los huesos. Se recordó de niña, no ha habido persona más valiente que ella, pues decidió ir en contra de lo que le dijo su madre. No hay personas más valientes que los niños; hacen todo lo que se les ocurre o que desean por instinto. Lentamente los adultos los van llenando de miedos: "No hagas esto, no hagas aquello" "Si no me haces caso, te vas a caer" " Tienes que comportarte" "Sé educado" "No COMAS eso que te hará daño". No, no, no. Debió hacerle caso a esa vocecita de la restricción en su cabeza, 15 años más tarde.
El silencio excesivamente frío alimentó su cabeza y la llenó de ideas. No necesitaba esto, no lo quería de ese modo; no obstante, le carcomía el querer saberlo. Cuando lo vio de frente, su cabeza se llenó de palabras y preguntas. ¿Cuánto tiempo dejó de ver? ¿Qué ennegrecía el horizonte?
Recostada en el sillón, boca abajo, con sus brazos colgando por el frente y tocando el piso; subió la mirada y se encontró con el negro de la noche, que se observaba por la ventana del edificio en que vivía. Nunca fue amante de las ventanas, no le gustaba que la luz la despertará de golpe; justo como ahora estaba despertándose.
Contempló el paisaje sin color del cielo, mas sus ojos nunca se adaptaron a él.

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