domingo, 17 de junio de 2012

Sauce III


Para la joven sentada al pie del sauce


III. Retoño e incendio

Te he contado, sombra, que yo fui
el peregrino salvaje que escondió
su abrevada muerte bajo un sauce.
Y que allí dormí un siglo de avispas
al amparo de bálsamos pluviales
que embutieron un cráter de algas
en el sexo más cerrado de la llaga.

El sueño paralítico de arqueologías lunares
socorrió los tegumentos del agua,
plisó la azucarada anemia de los párpados,
contuvo al vilo –en abrazo pernicioso,
en el meteoro de las uñas delineado–
un obelisco de aire salido de los años.
Demasiada perfección había para quedar
impune al ariete de cepa cuneiforme,
demasiadas huertas de tibio salitre
o retratos tan bien conservados
en el museo de los magnéticos espantos…
Y entonces lo vi,
como enroscado a su risotada fúnebre,
de su soledad ególatra veleidoso,
vi el átomo de fango,
vi el círculo por su arista devorado,
el negror urgente de un planeta consumido
o la calígine coruscante del molusco
que un útero de afasia daba vida matando.

En tus nervaduras mi cuerpo diluido
oteó una agonía infante en silencio acuclillada,
el confort de los calabozos anodinos
o ermita de plegarias inmoladas,
algún amor de escalera noctámbula
que había segado las comisuras de la llama.
Como un parásito que husmea el cuarzo
de las dunas etílicas,
como la extensión infame del desierto,
guarecido
de horarios en su autómata matanza,
quise huir de todo lo tuyo sin mí,
porque era ópalo y ceniza la esperanza,
porque el acento era un volcán cabizbajo,
porque el día era una atravesada cuchilla
donde todo lo mío era tuyo y yo
(aunque asido de la arborescencia del signo)
en ningún lado quedaba.

Sí, cuánto dolor tuyo e incompartible –oh
panal de alquitranes y dagas vegetales–
con ninguno que no sea el asesino
por la excomunión beso a beso herido,
cuánto grito impotente al viento
de gárgola almibarada,
cuánta traición de arrecife adoquinando
los cerrojos del invierno, o.ales–,
cuánto olvido traficado cual recuerdo
en el aspa tropical de las mentiras
(tan cómodas y tan sacras)
o en la úlcera vertical de tu sonrisa.

¿De cuándo a acá las raíces de tu verbo
cedieron al fragor de la cobardía?
Porque fuiste (cuenta el ansia lisonjera)
atónita creadora de crucifijos y madreselvas,
porque fuiste partera incólume del día
en su vértebra de bosques convexos;
eras el virgo redivivo de la pasión primera
que el cristal cuece en la rueca de la vida.
Sabemos que caíste
de un castillo plástico pululado por espejos,
caíste fiera sobre la respuesta ambigua
de un egipciaco veneno,
de una esfera tejida entre los senos,
de una lucha anestesiada con caricias
o en el vórtice de neurona abierta
que macera toda la carne del tiempo.

Todo el instante oí crepitar el incendio.
En la noche de alas minerales
mis dedos no sintieron otros dedos
sino el elegiaco torpor del organillo
con que auguran los emisarios negros
cuando tus pupilas licuan la metralla
que hay en el brebaje del silencio.
La fogata divina encapotaba los luceros
con rastrojos de piel tuya desasida
en la memoria claveteada como un cero,
absoluto cero,
que redondea las márgenes
de la reencarnación o la ceguera.
El humo y su crisálida agujereada
urdían un guante de puentes y cavernas
semejante al túnel del aire bífido
o a la sádica esfinge del plenilunio,
aquella construcción para dividirnos
bajo la hojarasca ebúrnea del olvido.
Sí, todo era una combustión festiva,
el bisturí necrófago,
la gritería sonambular y quirúrgica,
el rasguño de la cal fría,
el tango de una falda anochecida.

“Así sucede, qué le vamos a hacer”, te dije,
mientras suavizabas mi andar vacío,
trocando los guiños del poeta,
“el amor es un largo adiós que siempre acaba”,
pues en el nunca se nos deshace la voz
y comienza la tragedia de la palabra.
Así sucede, sempiterno tallo del mediodía,
y en el sucederse, algo es siempre todavía.
No sé si me miraste
o si acaso la lluvia de mascadas
había raptado las grietas del tronco
con el arpegio del sauzal argentina.
Pero sé que por un instante
(quizás en una espiga del crepúsculo)
retrocedió el erótico suicidio del lodo
y se tapió de sangre todo el pozo.
Vertí mi sangre huérfana
sobre los cartílagos angélicos de tu estirpe,
rocié mi hiel fresca
sobre las estatuas líquidas de tu inocencia,
abrí mi corazón de par en par
al hondo suspiro de más adentro,
terremoto vítreo donde la savia renacía
dando paso a un carnal retoño
que tu nombre de obsidiana, restituido, traía.

Desde mi interior ofrendo
este fénix herbáceo al tiempo,
una yema del sauce rediviva
que sin saberlo, me reanima
de la muerte cargada día tras día.
Juro protegerlo desde el sueño
de bosques y arroyos perpetuos,
como el amor que ningún Dios
ha incendiado todavía.


L.S.

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