Para la joven sentada
al pie del sauce
III. Retoño e
incendio
Te he contado, sombra, que yo fui
el peregrino salvaje que escondió
su abrevada muerte bajo un sauce.
Y que allí dormí un siglo de
avispas
al amparo de bálsamos pluviales
que embutieron un cráter de algas
en el sexo más cerrado de la
llaga.
El
sueño paralítico de arqueologías lunares
socorrió
los tegumentos del agua,
plisó
la azucarada anemia de los párpados,
contuvo
al vilo –en abrazo pernicioso,
en
el meteoro de las uñas delineado–
un
obelisco de aire salido de los años.
Demasiada
perfección había para quedar
impune
al ariete de cepa cuneiforme,
demasiadas
huertas de tibio salitre
o
retratos tan bien conservados
en
el museo de los magnéticos espantos…
Y
entonces lo vi,
como
enroscado a su risotada fúnebre,
de
su soledad ególatra veleidoso,
vi
el átomo de fango,
vi
el círculo por su arista devorado,
el
negror urgente de un planeta consumido
o
la calígine coruscante del molusco
que
un útero de afasia daba vida matando.
En
tus nervaduras mi cuerpo diluido
oteó
una agonía infante en silencio acuclillada,
el
confort de los calabozos anodinos
o
ermita de plegarias inmoladas,
algún
amor de escalera noctámbula
que
había segado las comisuras de la llama.
Como
un parásito que husmea el cuarzo
de
las dunas etílicas,
como
la extensión infame del desierto,
guarecido
de
horarios en su autómata matanza,
quise
huir de todo lo tuyo sin mí,
porque
era ópalo y ceniza la esperanza,
porque
el acento era un volcán cabizbajo,
porque
el día era una atravesada cuchilla
donde
todo lo mío era tuyo y yo
(aunque
asido de la arborescencia del signo)
en
ningún lado quedaba.
Sí,
cuánto dolor tuyo e incompartible –oh
panal
de alquitranes y dagas vegetales–
con
ninguno que no sea el asesino
por
la excomunión beso a beso herido,
cuánto
grito impotente al viento
de
gárgola almibarada,
cuánta
traición de arrecife adoquinando
los
cerrojos del invierno,
cuánto
olvido traficado cual recuerdo
en
el aspa tropical de las mentiras
(tan
cómodas y tan sacras)
o
en la úlcera vertical de tu sonrisa.
¿De
cuándo a acá las raíces de tu verbo
cedieron
al fragor de la cobardía?
Porque
fuiste (cuenta el ansia lisonjera)
atónita
creadora de crucifijos y madreselvas,
porque
fuiste partera incólume del día
en
su vértebra de bosques convexos;
eras
el virgo redivivo de la pasión primera
que
el cristal cuece en la rueca de la vida.
Sabemos
que caíste
de
un castillo plástico pululado por espejos,
caíste
fiera sobre la respuesta ambigua
de
un egipciaco veneno,
de
una esfera tejida entre los senos,
de
una lucha anestesiada con caricias
o
en el vórtice de neurona abierta
que
macera toda la carne del tiempo.
Todo
el instante oí crepitar el incendio.
En
la noche de alas minerales
mis
dedos no sintieron otros dedos
sino
el elegiaco torpor del organillo
con
que auguran los emisarios negros
cuando
tus pupilas licuan la metralla
que
hay en el brebaje del silencio.
La
fogata divina encapotaba los luceros
con
rastrojos de piel tuya desasida
en
la memoria claveteada como un cero,
absoluto
cero,
que
redondea las márgenes
de
la reencarnación o la ceguera.
El
humo y su crisálida agujereada
urdían
un guante de puentes y cavernas
semejante
al túnel del aire bífido
o
a la sádica esfinge del plenilunio,
aquella
construcción para dividirnos
bajo
la hojarasca ebúrnea del olvido.
Sí,
todo era una combustión festiva,
el
bisturí necrófago,
la
gritería sonambular y quirúrgica,
el
rasguño de la cal fría,
el
tango de una falda anochecida.
“Así
sucede, qué le vamos a hacer”, te dije,
mientras
suavizabas mi andar vacío,
trocando
los guiños del poeta,
“el
amor es un largo adiós que siempre acaba”,
pues
en el nunca se nos deshace la voz
y
comienza la tragedia de la palabra.
Así
sucede, sempiterno tallo del mediodía,
y
en el sucederse, algo es siempre todavía.
No
sé si me miraste
o
si acaso la lluvia de mascadas
había
raptado las grietas del tronco
con
el arpegio del sauzal argentina.
Pero
sé que por un instante
(quizás
en una espiga del crepúsculo)
retrocedió
el erótico suicidio del lodo
y
se tapió de sangre todo el pozo.
Vertí
mi sangre huérfana
sobre
los cartílagos angélicos de tu estirpe,
rocié
mi hiel fresca
sobre
las estatuas líquidas de tu inocencia,
abrí
mi corazón de par en par
al
hondo suspiro de más adentro,
terremoto
vítreo donde la savia renacía
dando
paso a un carnal retoño
que
tu nombre de obsidiana, restituido, traía.
Desde mi interior ofrendo
este fénix herbáceo al tiempo,
una yema del sauce rediviva
que sin saberlo, me reanima
de la muerte cargada día tras
día.
Juro protegerlo desde el sueño
de bosques y arroyos perpetuos,
como el amor que ningún Dios
ha incendiado todavía.
L.S.
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