Para ti, dama del bosque
II. Encarnada
corteza
Te
dirán que yo nunca surco las empalizadas
de
uña y falange que separan otro y otro cuerpo,
que
nunca hiero de luna
los
acantilados submarinos que hay en la sangre
de
cada embrionario mausoleo.
Te
dirán que yo nunca corto la carne amanecida
al
atroz opúsculo de los trenes irreversibles,
que
parten del instante
y
se enclavan en la anestesia caníbal
de
tantos embalsamados amores.
Tantas
cosas que te dirán, todas y ninguna
cierta:
el perseguidor de sombra hueca,
el caminante que embriaga un nadir emplumado,
el loco que rotula de aire las anemias,
el pregonero de un siglo exhumado
de su solo sarcófago de aves muertas.
Pero
esta vez –allí, como el sueño del
bosque,
bajo el dosel del tiempo
sangrante,
el
rayón centrípeto del laberinto
(oh,
fuga lujuriosa de obsidiana anfibia)
no
será rumbo al nombre trunco de mi cáliz,
sino
a la clavícula erótica del incendio
que
es soñarte árbol en un soñado sueño.
Puse
la mano en la corteza de letal
abanico
que
ahuyentaba los alisios de todo tiempo pasado,
cual
vertical náyade
al
soñarse increada de un crepúsculo amputado.
El
sauce me lo dijo y sin saberlo,
dijo
mi nombre y el nuestro,
bicéfalo
camino tamizado de hueso por la selva,
caleidoscopio
torturado de un deliquio insomne,
tan
higuera derretida auscultando en la arena.
No
creas que soy la antojada aurora del insecto,
la
daga oculta en la cópula secreta
o
el delicioso retorno de un cómplice gemelo.
Simplemente
no soy. O soy el cofre líquido
donde
habitan las pestañas del olvido,
memoria
desparramada entre lirios necios,
enfangado
recuerdo de risas costuradas
a
la fractura láctea del cráter del invierno.
Viví
y dejé vivir –acaso un atigrado minuto
bajo
la epidermis musical del adiós nunca nuestro,
fui
sin ser en este instante herbáceo
que
está siendo mientras se escapa de las manos,
aunque
también he sido el crótalo evanescente
que
avanza sin quererlo por tu cuerpo,
y
he sido parásito esplendente
de
una crisálida magnífico,
herida
nemorosa que aún más astilla
los
contornos del vacío.
Recuerdo
cuando llegué a estos aposentos,
recuerdo
que estaba cansado de ser espuma
que
todo vértice de sol recorría,
recuerdo
que una voz de ondulado arpegio
cantó
fiero la ausencia de mí mismo,
que
una figura encanecida de fragancias
rendía
culto por los suelos,
y
eras tú, tú, espiga purpúrea del hallazgo
en
una muerte de silente helera,
tú,
sauce aparecido entre los párpados
al
momento del desplome esférico,
tú,
nacimiento ubicuo
por
las anginas dactilares del lamento,
tú,
humeante pie de arrogante elegía,
tú,
insomnio reptante que toda la noche
dicta
profecías.
Nos
preguntan que por qué deseamos andar
con
los pies incinerados y anegadas lenguas,
que
por qu
é
cerrar los ojos y abrir los pétalos,
cuando
en realidad –cual relicario famélico
toda
nuestra muerte es deseo rebasado en vida,
y
toda nuestra vida para encontrar(nos)
es
un levitado laberinto.
Sí,
luchar, luchar, como la vaina oracular
del
sauce y su ajedrez de semillas,
como
el ramaje abovedado de su umbría,
pájaro
circular que cincela el viento
mientras
el durmiente labra tu deseo.
No
despertaré, pues, embrujo dividido
entre
dentellada y pérdida,
no
despertaré todavía,
no,
no ahora que el futuro es azúcar morena
y
los cielos aquel enfebrecido cabello
que
circunda la belleza lívida de tu pecho,
no
ahora, aunque repique el astro y el rayo ceda,
no
ahora que soy en la núbil herida del sueño,
acarambanado
entre telarañas de seda,
que
prendido de tu angustia grave,
(de
las esporas codiciadas tus pupilas
y
los retoños enjoyados en tu aliento)
ya
no puedo ser cobarde.
Como
un buscador terrible pronuncio
tu
sombra y te miro: allí acaso sea
el
que me miro.
L.S.
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