domingo, 3 de junio de 2012

Sauce II



Para ti, dama del bosque

II. Encarnada corteza

Te dirán que yo nunca surco las empalizadas
de uña y falange que separan otro y otro cuerpo,
que nunca hiero de luna
los acantilados submarinos que hay en la sangre
de cada embrionario mausoleo.
Te dirán que yo nunca corto la carne amanecida
al atroz opúsculo de los trenes irreversibles,
que parten del instante
y se enclavan en la anestesia caníbal
de tantos embalsamados amores.

Tantas cosas que te dirán, todas y ninguna
cierta:
            el perseguidor de sombra hueca,
el caminante que embriaga un nadir emplumado,
el loco que rotula de aire las anemias,
el pregonero de un siglo exhumado
de su solo sarcófago de aves muertas.
Pero esta vez   –allí, como el sueño del bosque,
                        bajo el dosel del tiempo sangrante,
el rayón centrípeto del laberinto
(oh, fuga lujuriosa de obsidiana anfibia)
no será rumbo al nombre trunco de mi cáliz,
sino a la clavícula erótica del incendio
que es soñarte árbol en un soñado sueño.

Puse la mano en la corteza de letalanico  ismo
o,
 abanico
que ahuyentaba los alisios de todo tiempo pasado,
cual vertical náyade
al soñarse increada de un crepúsculo amputado.
El sauce me lo dijo y sin saberlo,
dijo mi nombre y el nuestro,
bicéfalo camino tamizado de hueso por la selva,
caleidoscopio torturado de un deliquio insomne,
tan higuera derretida auscultando en la arena.

No creas que soy la antojada aurora del insecto,
la daga oculta en la cópula secreta
o el delicioso retorno de un cómplice gemelo.
Simplemente no soy. O soy el cofre líquido
donde habitan las pestañas del olvido,
memoria desparramada entre lirios necios,
enfangado recuerdo de risas costuradas
a la fractura láctea del cráter del invierno.

Viví y dejé vivir –acaso un atigrado minuto
bajo la epidermis musical del adiós nunca nuestro,
fui sin ser en este instante herbáceo
que está siendo mientras se escapa de las manos,
aunque también he sido el crótalo evanescente
que avanza sin quererlo por tu cuerpo,
y he sido parásito esplendente
de una crisálida magnífico,
herida nemorosa que aún más astilla
los contornos del vacío.

Recuerdo cuando llegué a estos aposentos,
recuerdo que estaba cansado de ser espuma
que todo vértice de sol recorría,
recuerdo que una voz de ondulado arpegio
cantó fiero la ausencia de mí mismo,
que una figura encanecida de fragancias
rendía culto por los suelos,
y eras tú, tú, espiga purpúrea del hallazgo
en una muerte de silente helera,
tú, sauce aparecido entre los párpados
al momento del desplome esférico,
tú, nacimiento ubicuo
por las anginas dactilares del lamento,
tú, humeante pie de arrogante elegía,
tú, insomnio reptante que toda la noche
dicta profecías.

Nos preguntan que por qué deseamos andar
con los pies incinerados y anegadas lenguas,
que por qu ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽egecto
trocto
é cerrar los ojos y abrir los pétalos,
cuando en realidad –cual relicario famélico
toda nuestra muerte es deseo rebasado en vida,
y toda nuestra vida para encontrar(nos)
es un levitado laberinto.
Sí, luchar, luchar, como la vaina oracular
del sauce y su ajedrez de semillas,
como el ramaje abovedado de su umbría,
pájaro circular que cincela el viento
mientras el durmiente labra tu deseo.

No despertaré, pues, embrujo dividido
entre dentellada y pérdida,
no despertaré todavía,
no, no ahora que el futuro es azúcar morena
y los cielos aquel enfebrecido cabello
que circunda la belleza lívida de tu pecho,
no ahora, aunque repique el astro y el rayo ceda,
no ahora que soy en la núbil herida del sueño,
acarambanado entre telarañas de seda,
que prendido de tu angustia grave,
(de las esporas codiciadas tus pupilas
y los retoños enjoyados en tu aliento)
ya no puedo ser cobarde.

Como un buscador terrible pronuncio
tu sombra y te miro: allí acaso sea
el que me miro.




L.S.

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